Por Hugo Quintana | “Nunca se debe desaprovechar una buena crisis”. Dicen que esta expresión es de la colección de Winston Churchill. Antes de él la puso en práctica William Shakespeare que, durante la cuarentena de 1606, se hizo tiempo para escribir “El Rey Lear”, “Macbeth” y “Antonio y Cleopatra”. Muchas bocas y plumas la han reproducido en estos últimos días en el contexto de la pandemia y las cuarentenas social y económica que nos atormentan. ¿Para qué habría que aprovecharla? La respuesta cliché suele ser “para hacer lo que siempre o antes debimos hacer y no pudimos o no quisimos hacerlo”. Dicen también que las crisis son oportunidades para buscar y construir fortalezas. Por supuesto que estamos pensando en un aprovechamiento como nación y sociedad, no para especulaciones individuales ni para proyectos personalistas.
Somos ante los ojos del mundo unos desperdiciadores seriales de oportunidades y, esta vez, la tendremos más que difícil para encontrar una ventana de oportunidad. En efecto, ante esta nueva crisis a escala planetaria, el historiador israelí Yuval Harari ha señalado que nunca volveremos al mundo de antes porque una crisis de la magnitud que tiene esta pandemia deja huellas permanentes. ¿Y cuál sería entonces nuestra oportunidad en este punto de inflexión de la vida humana sobre la Tierra?
La fortaleza que debemos empezar a construir tiene como cimiento el factor institucional.
A la enfermedad COVID-19 que se ha instalado entre nosotros la precede en la Argentina un conjunto de vulnerabilidades que, a su vez, tienen antecedente en una “enfermedad de base”. La diagnosticaron célebres políticos, intelectuales y economistas, de adentro y de afuera, y se llama “ausencia de un mínimo de consenso social”. Esto viene de lejos, pero la dirigencia política argentina de la restauración democrática de 1983 no ha sido capaz, en todo este tiempo transcurrido, de acordar una agenda de encuentros o consensos, una lista corta de problemas públicos y de desafíos a futuro adecuada a cada circunstancia histórica. Recurrentemente, se ha mostrado calculadora y mezquina. Sus decisiones y comportamientos aparecen muy determinados por la coyuntura electoral. Ésta se manifiesta con mucha intensidad cada dos años. De modo que nunca es la oportunidad para hilvanar acuerdos amplios y trazar planes con metas de mediano y largo plazo.
Las vulnerabilidades argentinas de este tiempo tienen la forma de notorios déficits o faltantes, no solamente presupuestarios, sino relacionados con el ingreso, el hábitat y la alimentación de las personas, la producción diversificada con valor agregado y exportable, la infraestructura física, las fuentes de energía, las previsibilidades políticas, financieras, jurídicas, tributarias y monetarias, la calidad de la educación y la eficacia del gasto público.
A lo largo de la democracia recuperada en 1983, hemos podido ver cómo diferentes ocupantes del poder, una vez cosechado algún grado significativo de opinión pública a favor o de reconocimiento electoral, enseguida enderezaron sus intenciones hacia la hegemonía y la perpetuación.
Ya antes de poder concretar un “diálogo” o “pacto”, no parece haber en la Argentina un acuerdo, más o menos extendido, sobre lo que ello significa y cómo se instrumenta o se lleva a la práctica.
Lamentablemente, la política argentina de esta época ha estado lejos de cualquiera de esas concreciones, con efectos duraderos. No ha tenido las suficientes humildad y lucidez como para advertir que la discordia y el envenenamiento pasional no son lujos que se puedan dar los países atrasados, en los que todo lo principal está por hacerse. Se consume una enorme cantidad de tiempo y de energías en debates extemporáneos, en cuestiones que ya son antiguas.
La promoción del diálogo, la búsqueda de consensos y la generación de acuerdos firmes son rasgos de las comunidades social y nacionalmente integradas e instrumentos de buen gobierno. La dirigencia, y principalmente los gobernantes, deben dar el ejemplo. Deben mostrar que promueven un diálogo sincero, un dialogo en pie de igualdad, para expresarse y escuchar. Un dialogo para llegar a una agenda de entendimientos sobre cuáles son las prioridades, las oportunidades colectivas y los retos que deben ser enfrentados.
El diálogo político es una buena institución. Y las buenas instituciones son, a la larga, más importantes que los hombres providenciales, que los hombres con estrella o con encuestas favorables. Por supuesto, es importante y necesario que existan y se expresen liderazgos, liderazgos sanos, desprendidos y responsables, y que éstos, con sus acuerdos de gobernabilidad dentro del estado democrático constitucional, contribuyan a que asiente una sociedad de ciudadanos. No se necesitan, ni son convenientes, líderes iluminados, mesiánicos, totalizadores, hegemónicos. Serían una toxicidad, peor que la del virus.
La dirigencia política puede hacer muchas cosas para promover un proceso sostenido de inversiones para el desarrollo. Una básica, sencilla y decisiva, y que no tiene costo fiscal, es inspirar confianza, es evitar la tentación de derribar y reedificar inmoderadamente, una y otra vez, el andamiaje jurídico; es aventar la presunción, la sospecha, el prejuicio de que los riesgos no comerciales, de que los asaltos a la credibilidad, acechan a la vuelta de la esquina. Por la necesidad de su continuidad en el tiempo es un comportamiento que debe ser asumido por una sucesión de gobiernos.
Una argamasa esencial del cimiento institucional es el Estado. Desde la organización nacional, a lo largo de los últimos 150 años de nuestra historia, el Estado supo hacer cosas importantes. En homenaje a la brevedad, voy a destacar algunas de las huellas profundas y duraderas que ha dejado la trayectoria estatal. En sus primeros pasos, consumó hechos fundacionales: donde reinaban la fragmentación y la discordia estableció la unión y la paz, donde había desiertos “inconmensurables” emplazó poblaciones, donde había unidades económicas precarias y desarticuladas echó las bases para que asentara un sistema económico y fiscal. Más tarde puso en práctica, como nadie lo había hecho hasta entonces en América del Sur, e inclusive en comparación con algunos países de Europa, la mayor innovación social concebida por la raza humana desde la invención de la imprenta: la educación básica universal, obligatoria y gratuita. Y lo hizo con resultados espectaculares. Ya dentro del siglo XX creó la primera empresa estatal petrolera de la región, diseminó obras de infraestructura por toda la geografía nacional, desarrolló una red ferroviaria que llegó a ser la séptima del mundo por su extensión y hacia la mitad de la centuria pasada realizó otra gran inversión social: la distribución equitativa de la renta nacional y la elevación de la clase trabajadora a la categoría de actor político y económico relevante, lo que convirtió a la Argentina, durante la época de las “grandes sociedades”, en el país más igualitario del continente.
El Estado no es inherentemente eficiente o ineficiente; lo es en la medida de la lucidez de su conducción política. De por sí, no todo lo hace bien ni todo lo hace mal. Depende de cómo esa conducción le organice sus objetivos y recursos.
La actividad del Estado es indispensable por muchas razones. Hay razones estructurales (historia, cultura y valores compartidos) que legitiman su presencia permanente y, a veces, aparecen situaciones críticas o de coyuntura que reclaman una intervención especial de su parte. El surgimiento y la consolidación de una sociedad nacional requieren de un ente político superior que promueva los comportamientos individuales y de grupo comunitariamente valiosos. Esto ya se sabía desde los tiempos de los Valois y los Tudor. Ni siquiera puede verificarse la existencia de un sector privado de negocios, amplio, lucrativo y competitivo, de un mercado interno con todas las de la ley, sin el correlato de un Estado fuerte e inteligente.
La disposición de capacidad estatal es condición fundamental para enfrentar en forma más exitosa los problemas de desarrollo económico y de distribución de la riqueza; es esencial, además de la voluntad política de hacerlo, la existencia de capacidad de gestión. Sin ésta la disponibilidad de recursos es vana, ya que no ha de estar presente la inteligencia directiva que los organice y que encamine los esfuerzos en el buen sentido. Un programa público sin capacidad de gestión es agregar un problema a los que se quiere resolver, ya que pronto van a aparecer los costos de ineficiencia, el derroche de recursos y la liviandad en los controles. El Estado es un instrumento indispensable para el desarrollo económico, político y social de cualquier país. Para que el Estado cumpla cabalmente ese papel, es necesario que su conducción política lo entienda como un efector del interés general y no como una “propiedad facciosa”.
Una condición necesaria al desarrollo económico, a menudo crucial, es la inversión. Las inversiones que significan “hundir” capital se deciden sobre la base de la rentabilidad esperada y del riesgo subyacente. Para estimar ambos factores se hacen proyecciones de ingresos y gastos a lo largo de varios años contextualizadas por ciertos escenarios de condiciones institucionales, jurídicas, fiscales y de precios relativos. De acuerdo con los resultados de las últimas investigaciones, lo relevante, a los fines del “ambiente amigable” para la inversión en capital físico y humano, estaría en el hecho de que el mundo inversor pueda tener una percepción clara de “compromisos creíbles”. Adam Przeworski, en “Regímenes Políticos y Crecimiento Económico”, lo pone de esta manera: “Para que el crecimiento económico ocurra, el soberano o el gobierno deben no sólo establecer el conjunto relevante de derechos, sino también asumir un compromiso confiable de que los mantendrán”. En ausencia de un marco de “compromisos creíbles”, las decisiones de inversión, si las hay, no se informan en la rentabilidad a largo plazo, sino en la liquidez y en la potencialidad de ganancias extraordinarias a corto plazo para conseguir un rápido repago. Los resultados usuales en estos casos son disrupciones bruscas del ciclo económico, mercados segmentados, economías altamente incompletas, sociedades fragmentadas. La palabra clave aquí es confianza.
El espíritu inversor es hijo de la confianza. La promoción del desarrollo y el abatimiento de la pobreza son responsabilidades maestras de un Estado-nación en este tiempo y en esta parte del mundo. La inversión, su cantidad y calidad, sigue siendo una variable clave para lograr esos objetivos. Estamos aludiendo a la inversión pública y a la inversión privada, a la sumersión de capitales que genera masa patrimonial o riqueza. En las dos tiene que ver el Estado. En la primera, es proveedor directo y necesita para ello de recursos financieros y de capacidad de gestión. Para el segundo caso, su mejor aporte es fomentar un ambiente de “compromisos creíbles”, de confianza, de “previsibilidad institucional”.
Entre la infraestructura de la confianza y la “previsibilidad institucional”, a la sazón los remedios de nuestras vulnerabilidades históricas, están el diálogo político institucionalizado y los acuerdos políticos y sociales de gobernabilidad, de los que pueden surgir propuestas de políticas públicas y compromisos sectoriales sostenibles en el tiempo, no sujetos a los vaivenes del turno electoral. Estos acuerdos serían portadores de consensos básicos sobre estrategia económica nacional y buscarían irradiar los incentivos y señales capaces de expandir el espíritu emprendedor, de movilizar un proceso inversor de escala importante y de alentar a la ciudadanía a demandar buenas instituciones.
Ocho millones de niños en nuestro país sufren algún tipo de vulneración de sus derechos; de esos, cinco millones pasan hambre o no tienen acceso a los nutrientes para desarrollarse.
El 48% de los niños, niñas y adolescentes son pobres y el 10 % se encuentra en la indigencia.
El déficit de alimentación, salud y educación son un coctel explosivo para el futuro de la Argentina.
La ausencia del estado propició una desigualdad que está a la vista de todos. No hay tiempo para sectarismos ni exclusiones. Todos los dirigentes debemos afrontar la responsabilidad que nos cupiere y dar el paso adelante para el encuentro y la solución.
Nadie se realiza en una sociedad que no se realiza.
En tiempos no muy lejanos hemos tenido una experiencia de diálogo amplio. Se inició en el año 2002 bajo el nombre de “Mesa de Diálogo Argentino”. Quienes lo promovieron vieron en él un medio “para cambiar la dirección de la larga ruta que nos condujo a este presente” y tomar otra guiados por un “Plan Estratégico de País”. El “Diálogo Argentino” estaba bien inspirado, pero todavía no hemos conseguido definir un rumbo que nos permita dejar de estar al garete y aprovechar “las oportunidades”.
¿Por qué desapareció la Argentina? Es el interrogante que trataba de elucidar afanosamente, en el año 2492, Helmut Strasse, el arqueólogo extranjero que personificara Tato Bores en uno de sus últimos ciclos televisivos, examinando objetos de una civilización que había hecho su vida en las tierras al oeste del Río de la Plata. Los hallazgos dejaban tan perplejo al explorador que lo llevaron a preguntarse si realmente existió algo tal como la Argentina.
Plantearnos desde ahora, de una manera abierta y honesta, preguntas como las que inician estos párrafos y darles una respuesta sincera es uno de los pasos que habría que dar para construir una fortaleza tal que nos ponga a salvo de nuevos y viejos fracasos tremendos y nos dé la oportunidad de celebrar avances y logros como una sociedad abierta e integradora.
En este orden de ideas, la responsabilidad del gobierno es convocar a un diálogo, a un esfuerzo cooperativo de amplio alcance sectorial, y así desandar el camino de desencuentros y al garete que veníamos siguiendo. Esta es la oportunidad, lo que no se hizo antes y debió hacerse. No vaya a ser que, con el andar de los tiempos, dejemos perplejo a algún arqueólogo del futuro remoto enfrascado en el estudio de una supuesta cultura argenta, como en esta época ya lo hemos hecho con grandes pensadores y economistas que no han atinado a descifrar el sino de tanta vulnerabilidad y decadencia argentinas.