Por Mario Sabugo * | Buenos Aires y las otras grandes ciudades argentinas deben ser reconsideradas como escenarios por excelencia de los desafíos relacionados con la producción, la equidad y la autonomía económica, tecnológica, cultural e ideológica.
Uno de los asuntos estratégicos sobre el cual las dirigencias deben volver a enfocar sus miradas, en un marco de reconstrucción del pensamiento nacional, es la cuestión de las ciudades.
Las ciudades son relevantes porque en ellas se encuentra una amplísima mayoría de los habitantes del país. Pero ese hecho no agota la explicación de su importancia. Las ciudades constituyen además el sitio por excelencia de la producción e intercambio de bienes, de la enseñanza y la investigación, de la tecnología y de la cultura. Sea que estemos atravesando la modernidad, la posmodernidad o, como propone Enrique Dussel, la transmodernidad, las grandes crisis siguen sucediendo en las ciudades y se siguen resolviendo en las ciudades.
Parafraseando nuestra antigua consigna, la felicidad del pueblo se logra en las ciudades y la grandeza de la nación es la grandeza de sus ciudades. A diferencia de los fisiócratas que confiaban básicamente en la agricultura y el libre comercio, Jane Jacobs destaca brillantemente la estrecha relación entre “Las ciudades y la riqueza de las naciones”, título con el que parafrasea irónicamente el tratado de Adam Smith. Las ciudades son la sede de las soluciones políticas y técnicas que luego serán de provecho en sus entornos nacionales y regionales. Las naciones más poderosas y a la vez más equitativas son aquellas que contienen una rica multiplicidad de ciudades, grandes, medianas y chicas, integradas en una compleja trama de actividades.
La experiencia de la Ciudad de Buenos Aires, que históricamente ha sido una referencia para las restantes ciudades argentinas, es particularmente aleccionadora. Hasta los años 90 se achacaban sus dificultades a su subalternidad administrativa. Pero luego de las reformas constitucionales de 1994 y 1996 obtiene un estatus de autonomía que ya lleva dos décadas sin haber dado los frutos prometidos, entre ellos la continuidad de un proceso de planeamiento y gestión urbana mínimamente satisfactorio.
Buenos Aires y las otras grandes ciudades argentinas deben ser reconsideradas como escenarios por excelencia de los desafíos relacionados con la producción, la equidad y la autonomía económica, tecnológica, cultural e ideológica. Para cumplir esos objetivos se requieren importantes recursos financieros, de infraestructura e incluso de suelo, este último por definición no renovable. En este último sentido distan mucho de la sensatez los festivales de ventas de inmuebles públicos como en los años 90 y más aún en la actualidad, para entregarlos a una estéril multiplicación de emprendimientos privados, sin conciencia de que al enajenarlos quedarán impedidas sus futuras aplicaciones a los propósitos del bien común.
Este bien común se evidencia considerando que nuestras ciudades, creciendo últimamente a razón de un 1- 2 % anual sobre su propio stock edilicio, ritmo que no necesariamente se refleja directamente en incremento poblacional, presentan severas necesidades relacionadas con la inequidad, la energía, los servicios y la infraestructura.
Las frustraciones de los procesos de planeamiento, como el Plan Urbano Ambiental de la Ciudad de Buenos Aires, aprobado en 2008- 2009 y prácticamente sin desarrollo ulterior, expresan no solamente las limitaciones en este plano de la dirigencia política propiamente dicha, sino también de los grupos contestatarios, sean patrimonialistas, vecinalistas o ambientalistas, que suelen cumplir enérgicas y muchas veces justificadas campañas contra iniciativas determinadas, pero sin proponerse contribuciones ulteriores. En otras palabras, defendiendo su árbol pero desentendiéndose del bosque.
Los asuntos urbanos, políticos como los que más, se despliegan en una esfera pública donde lo habitual, como explica Jacques Rancière, es el desacuerdo. Las opiniones están teñidas por los intereses, por los imaginarios sociales y por las culturas populares. Así las cosas, sería pueril asumir una perspectiva de planeamiento y gestión urbana guiada exclusivamente por los saberes académicos.
El desafío pendiente es redescubrir la importancia de las ciudades asumiendo que constituyen un problema esencialmente político. El Ministerio de Ciudades establecido en Brasil durante 2003 por el gobierno de José Ignazio Lula Da Silva, más allá de las vicisitudes sufridas por esa administración y su continuadora, es tal vez la experiencia más cercana y más específica de la que disponemos para extraer enseñanzas de provecho en esta problemática. Este Ministerio exigió a los municipios la confección de planes urbanos para combatir la desigualdad social, humanizar el espacio público y ampliar el acceso a la vivienda, el saneamiento y el transporte, actuando en articulación con otros organismos estatales, movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales y demás entidades de la comunidad.
Aunque no sea materia habitual en los discursos en circulación, debemos inaugurar una nueva época de planeamiento y gestión de las ciudades, en base a nuestras visiones y necesidades nacionales y de carácter sustancialmente participativo.
Aristóteles en su “Política”, cuando se refiere a los asuntos de la ciudad, como los edificios públicos, los templos, las plazas, los mercados y los distritos urbanos, de repente se interrumpe y advierte: “Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre esta materia, puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, pero muy difíciles de poner en práctica. Para decirlas, basta dejarse llevar del propio deseo; más para ejecutarlas, se necesita la ayuda de la fortuna.” Agreguemos nosotros que, como diría la sabiduría popular, a la fortuna hay que ayudarla.
* El autor es Doctor Arquitecto. Es Director del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Universidad de Buenos Aires)