Por Hugo Quintana * | Claves para superar una administración corrupta
¿Qué es lo que hace que los gobiernos y las administraciones públicas de los países escandinavos sean más transparentes que sus pares de las naciones de América Latina y, muy en particular, de la Argentina? ¿Por qué nada huele a podrido en Dinamarca? Como los gobiernos nórdicos son más transparentes, resultan, a la vez, menos corruptos y más eficientes.
¿La explicación hay que radicarla en la etnia, la anatomía del cerebro, las creencias espirituales, las leyes jurídicas, el relieve terrestre, el clima? No creo ni que la raza, la religión, la conexión neuronal, la normativa, las montañas, las isotermas, todas en conjunto o algunas de ellas en especial, hagan la gran diferencia en esa materia.
Pero no es necesario irse hasta la península escandinava para hacer comparaciones conductuales que nos desfavorezcan. Basta con cruzar a la otra orilla del Plata y encontrar allí gobiernos que tienen notoriamente mejor puntuación que los nuestros en el ranking mundial de la transparencia. Y entonces sí que debemos descartar de plano cualquier explicación de tipo étnico, climático y/u orográfico. Los uruguayos, como nosotros, tienen una tradición tanguera, toman mate y gustan del fútbol. Ni siquiera puede decirse que tengan mejores leyes, mejores sistemas de información y gestión y recursos humanos técnica y profesionalmente más capacitados.
La explicación del gran desempeño de aquellos países del norte de Europa es que han conseguido forjar y consolidar una cultura intolerante con el fraude a todos los niveles, empezando por la clase política y terminando por los ciudadanos.
¿Cómo andan las cosas por casa? La administración pública nacional de la Argentina tiene un buen equipamiento tecnológico, buenos sistemas de información, recursos humanos muy capacitados, buenas definiciones normativas (es decir buenas leyes). La pregunta que está abierta entonces es ¿por qué, dado todo ello, se advierten signos y hechos crecientes de informalidad, opacidad y discrecionalidad? ¿Por qué no terminan de cerrarse los sistemas y los recursos que son iguales o mejores que los que disponen en las mismas áreas otros países de desarrollo medio? ¿Por qué los resultados de la gestión pública de aquí son percibidos como de inferior calidad que los que obtienen esos otros países? La mirada marcadora de la culpa le apunta a la cuestión conductual derivada de la racionalidad política que impregna, por decirlo suavemente, la función pública y desde allí tiñe el carácter general. En la cultura prevaleciente en nuestra sociedad no hay una conciencia suficiente de la correlación entre la debilidad de las instituciones democráticas y la debilidad de las instituciones económicas. Los hombres del poder, con algún éxito coyuntural, se creen providenciales y se colocan por encima, o se ven más allá de las instituciones. Se sienten autorizados a cambiar las reglas del juego si es que éstas interfieren sus pretensiones o amenazan su poder.
Una cultura de la decencia y la transparencia no es una cosa que se moldea de un día para el otro. ¿Cómo combatir al virus infeccioso de la corrupción? ¿Cuál sería el tratamiento a aplicar para adecentar las prácticas políticas y conformar una ciudadanía más exigente con ellas? En este punto, volvemos a las propuestas explicitadas en nuestro libro “Principios para superar una Argentina decadente”. Hay tres remedios para iniciar el proceso de cura, que será largo y de mejoras “incrementales”, a saber: liderazgo, educación y justicia.
Se necesitan liderazgos democráticos, republicanos, que den ejemplos de obediencia a la ley. “Los pueblos no cumplen la ley si los altos magistrados no dan ejemplo de obediencia”.
Y como de socializar valores se trata, ahí aparece la Educación. Hay que educar, a todo nivel, en valores. Hay que fomentar una ciudadanía instruida, crítica y participativa, que busque no solo líderes eficaces sino también liderazgos con contenido moral, liderazgos que pueden ser modelos inspiradores para las nuevas generaciones.
La Educación se refuerza con la Justicia. El castigo justo de los crímenes y delitos tiene un papel instructivo. No hay nada peor para componer la axiología de una sociedad, su escala de valores, que ésta perciba que la impunidad está enseñoreada. Aquí es donde tienen que hacer bien su parte el Poder Judicial y los organismos de control. Ya nos lo anticipó Manuel Belgrano: “El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al inocente”.
* Director de M21