No se trata de construir una Argentina para el peronismo sino de recuperar el peronismo para la Argentina.
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El gobierno de la coalición que preside Alberto Fernández ha cumplido un año. Pocas de las esperanzas cifradas en las elecciones se alcanzaron. Sin duda la pandemia fue la causa principal de los problemas, pero no la única: la herencia macrista, diagnósticos errados, recetas viejas y fracasadas, mucha retórica y poca gestión visible.
Hacia el interior de la coalición, comenzaron a verse grietas profundas y cada vez más indisimulables. Las prioridades y los objetivos de los principales actores son antagónicos y los efectos de la confrontación devastadores.
La pobreza creciente es una dura cachetada al discurso voluntarista. No hay sistema económico de ningún signo que pueda crecer sin inversiones, sin acumulación de capital. A pesar del arreglo de la deuda externa, con un periodo de gracia de cuatro años, sin desembolsos, el país no logra ser creíble. El endeudamiento que toma el gobierno es usurario y el crédito casi inexistente.
Seguramente después de la caída habrá algún rebote, pero difícilmente lleguen las inversiones que imperiosamente el país necesita y las que pueden llegar podrían ser estratégicas para terceras naciones pero fatales para el país.
Nuestro drama es no aprender de los errores que se reiteran una y otra vez. Como peronistas que incorporamos a nuestra identidad el rechazo y el nunca más a una dictadura y ayudamos a construir un sistema democrático que garantice el funcionamiento del Estado de Derecho, regido por normas estables y no por caprichos personales, no podemos ignorar algunos intentos de atropellar las instituciones, basados en supuestas épicas y disfrazados heroísmos.
No es la mejor señal querer controlar el Ministerio Público y destituir una Corte Suprema, donde el ochenta por ciento de sus miembros fueron propuestos por alguna variante del peronismo. Muchos de los que atacan a esta Corte se horrorizaban con las mayorías automáticas.
Nuestro sistema judicial está plagado de imperfecciones. Nunca fue inmune a los vaivenes políticos. Hubo Cortes mediocres, vergonzosas, corruptas y también brillantes, pero respetar las instituciones de la Constitución es lo básico para ser un país normal.
La historia del peronismo se engrandeció con luchas épicas, con mártires que fueron perseguidos, que pagaron su militancia con la cárcel, sin causa, sin proceso, a disposición del poder ejecutivo o en los procesos dictatoriales, secuestrados y ejecutados.
Hoy existen funcionarios y militantes políticos condenados y otros sospechados en causas penales, con los debidos procesos judiciales, principalmente con acusaciones de corrupción. Hay una diferencia sustancial entre ser un preso político o un político preso.
La construcción de poderes hegemónicos es un fenómeno en boga en muchas regiones de la tierra. El cuestionamiento solapado o explícito a las democracias siempre se escudan en intereses supremos pero en la práctica son modelos dictatoriales con tres poderes dirigidos por una sola conducción.
El partido único, sin alternancia y sin libertades, se da de bruces con el legado de Perón. La inmensa mayoría de los argentinos sostiene el sistema democrático, pero no podemos ignorar prácticas y pensamientos sectarios que lo ponen en juego.
Al gobierno no lo esperan años de jolgorio. Los discursos voluntaristas no corrigen los problemas. El país necesita urgentemente volver al trabajo y el Estado, más temprano que tarde, necesita reformas estructurales y fiscales que permitan a los argentinos cobrar por el esfuerzo, ahorrar e invertir para crecer.
Además, para que ello sea posible, hace falta una moneda estable. La inflación es la mayor generadora de pobreza. Casi todos los países de la tierra conviven con inflaciones menores a un dígito. La receta está en los manuales, solo que las anteojeras ideológicas impiden ponerlas en práctica.
El gobierno necesita elaborar una agenda que incluya la totalidad de la Nación. Pareciera que sus únicas prioridades, son urbanas, de minorías y sectoriales que con ser importantes son insuficientes. Urge que la agenda implique una estrategia nacional y federal de desarrollo productivo, que sea la plataforma que permita desandar el largo camino de un doloroso retroceso, que arrastró a las otrora felices masas populares a la pobreza creciente y a la indigencia.
Parece una fantasía del pasado, pero nuestro sistema de asignación de ingresos públicos es cada vez más el de un país unitario. El federalismo de nuestra Constitución cae todos los meses arrodillado por las transferencias del Tesoro.
No somos depositarios del peronómetro, pero estamos vacunados de los que “tiran por izquierda y por derecha”. Queremos que el gobierno encuentre el rumbo, que los antagonismos no sean motivos de retornos al pasado. Los fracasos son de los dirigentes pero las facturas la pagan los pueblos y principalmente los más pobres.
Hay dos antecedentes en nuestra joven democracia, al cabo del primer año, de gobiernos que produjeron cambios drásticos en sus políticas, estabilizaron la economía y ganaron elecciones. La diferencia con la actualidad es que las presidencias se correspondían con la jefatura política. Hoy, con un gobierno bicéfalo, todo es más difícil. La experiencia enseña que si la política no conduce los ajustes de la economía, a los ajustes los hacen los mercados y suelen ser muy crueles.
Si con un proyecto de reconstrucción, no se lograrán consensos que permitan la unidad nacional. El camino a transitar será muy complejo pero posible. Sin consenso, ahondando la grieta, la profundización del deterioro será inevitable.
Albanese, Pascual – Alegre, Gilberto – Álvarez Echagüe, Raúl – Basile, Daniel – Camaño, Eduardo – Challú, Pablo – Doga, Chichi – Duhalde, Chiche – Guerrero, Fernando – Lamberto, Oscar – López Arias, Marcelo – Matzkin, Jorge – Martínez, Carlos – Monti, Lucrecia – Mondino, Eduardo – Piñeiro, Verónica – Quintana, Hugo – Remes Lenicov, Jorge – Roggero, Humberto – Rollano, Eduardo – Schweinhein, Guillermo – Toma, Miguel Ángel – Tufaro Juan